El arte de enloquecer


Escrito por: jesusantog el 08 May 2010 - URL Permanente en El País.com 

Publicado en esa época en El País.es
Hace algunos años en el barrio Quiroga, en la tienda de don Pachito, un antioqueño de rakamandaka, así como nos lo cuenta  un prestigioso escritor costeño que hace poco murió, y me propuso que le vendiera unos libros. Yo estaba ya ido de la cabeza, y acababa de ser dado de alta del hospital la Hortúa por obra y gracia de mi decisión de escabullirme de dicho hospital, porque en los proyectos de mis acuciosos perseguidores fantasmales, lo único que deseaban era que terminara en el hospital de los locos que allí funciona. Gracias a una visitante desconocida, que a veces iba a ver a un familiar suyo, la logré convencer que me ayudara a escapar. No me querían dejar salir. Y lo logré. En el Murillo Toro, aledaño a este barrio había vivido unos pocos años, pues dentro de mi mente se me había formado una paranoia en la que si vivía lejos de "La casa embrujada", moriría fácilmente. Para esa época acababa de regresar de Venezuela adonde por esas cosas de la vida me fui huyendo porque creía que medio país me perseguía, ya que  fui víctima de un carro fantasma que me atropelló, un perro que casi me capa al frente de la casa en una mañana que salí a defender a una mascota que teníamos, una levantada de un carro por cuenta de unos personajes que aduciendo que yo les era un desconocido, comenzaron a preguntar y preguntar que qué era lo que hacía, cuando en verdad yo trabajaba en el Distrito Especial de Bogotá como maestro, unos profesores que curiosamente comenzaron a tejer su zancadilla en Engativá, gracias a otro que llegó del sindicato de maestros de Fecode, y a quien con los años, ya era un pensionado, y reapareció de nuevo en San Simón a raíz de una familiar que había perdido el año lectivo, y yo entre medio ido de este mundo todavía, ni siquiera alcancé a responder cuando con su discurso, parecía un endemoniado despotricando contra aquellos alumnos que por vergüenza deberían repetir el año. Me habían pateado en las calles. Unos gaminosos del mismo barrio se habían dado en la tarea de amenazarme frecuentemente. Y para completar un loco me tiró con un palo, como si fuera su enemigo, y después en uno de esos diciembres tenebrosos que viví en aquellos barrios adonde la delincuencia parecía mandar, me sentaron al lado de otro ido de la cabeza que había sido de joven un  un aviador. Había manejado helicópteros por cuenta del Estado, y ahora estaba en esa situación. Yo ya estaba enloquecido y don Pacho se convirtió en uno de mis clientes favoritos para comprarme libros de brujería, que eran los que le gustaba. Aunque yo ya lo conocía desde hacía unos pocos años atrás, me ofreció que le vendiera unos libros. Libros muy diferentes. Mas estructurados en su ideología, y orientados al campo sicológico. Entre ellos uno sobre el método Silva, y por éste supuse que aquel libro no era del tendero sino de un agente policial que seguramente creía en dicho método del control mental y del papel que la sugestión juega en el ser humano. Me lo leí. Me hizo recordar a los libros que había leído de niño. Me habían hecho durante toda la vida todo un extraño trabajo sicológico en el que participaron amigos que tuve de joven adonde me pasaron cosas catastróficas y extrañas, pero aún no diferenciaba el papel de la sugestión. Del papel de la inducción al miedo, y comprendí hasta hace poco, que si no hubiera leído dichos libros, y de no haber soportado la inclemencia del miedo provocada por vecinos, yo podría estar muerto o loco. Pawl Jacob nos habla de las experiencias Mesmerianas en cuanto al magnetismo y nos enseña como la sugestión provocada puede influir en las vidas de las personas. Si allí en dicha casa me pasaron tantas cosas, qué todavía me faltan muchas más por contar. A una persona, según Jacob, de acuerdo a su temperamento nervioso se le puede hipnotizar. Y nos enseñaba cómo. Hace pocos años, y creo que fue en R.C.N., o tal vez en la Doble W. se habló de unas
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niñas que jugando con las tablas Weija resultaron casi locas, como si el diablo se les hubiera metido en sus mentes; y los educadores tuvieron que acudir a los especialistas siquiátricos para que regresaran a la normalidad. Aquí tuve una amiga y que en su condescendencia tal vez porque estaba alcoholizado, o porque era autista, o porque aquí ese grupo de amigos con los que anduve, amigos que hablaban de política, y otros que jugaban billar y ajedrez, o porque no decirlo amigos que en ocasiones llegaron a inducirme a  regar tachuelas y participar en mítines, incluso sin yo hacerlo, trataron por todos los medios de que fuera su chivo expiatorio, y me mostraron el sitio adonde con brujerías se le podía hacer mal a una persona porque en una de las paredes de su casa ella tenía su altar para sus maleficios de aquelarres. Eran otros tiempos, y sin embargo al ser drogado en una ocasión por un amigo. resulté abandonando el magisterio en Ibagué. Habían desatado todas las pestes para inducir y subyugar a una persona sicológicamente, y sin embargo solo hasta hace poco comencé a formarme una idea de lo que me había pasado. A Ud. seguramente no lo han levantado en un carro al frente de donde vive, haciéndole preguntas. No le habrán botado un carro en la calle partiéndole una pierna, y después con los años dicho carro lo seguiría viendo al frente de su casa. Como si se lo estuvieran recordando. Los hijos de aquellos amigos resultaron ser hombres de bien, que luchaban contra la delincuencia en sus oficios. Y eso está bien. Y sin embargo parecía que yo fuera su enemigo. Todavía lo parezco. Un voz de humo, hijo del dueño del perro que me mordió, me esperaría durante 11 años permanentemente en la puerta de su casa, en aquel interior, cómo amenazándome. Un ojos azules trataría de desbordar mi miedo junto con otro embolador de cara demacrada para que un carro me cogiera en un accidente inesperado. Un arca del diluvio y otros más se entronizarían durante todos esos años tratando de amedrantar. Un vecino acucioso me mostraba su cara amenazante. Después vería como esos gaminzuelos del lado me seguirían hasta Fontibón, y yo medio asustado,  andando por esas calles, me encontraría con un perro medio drogado y tirado en el andén, todo aporreado. Un gato que maullaba cuando yo salía de la casa, y después vería a otro que me seguía en una moto hasta Paloquemado, y lo vería cómo de una tula sacaría a un gatico muy parecido al que muchas veces había visto en una de las casas de la salida de aquel interior tenebroso, y lo arrojaba en medio de otros desamparados comerciantes que no entendían nada, mientras el gatico moría maullando y revolcándose en la acera como si le hubieran echado algo en el estómago. En fin, podría seguir contando más historias como las de "Las mil y una noches" para soportar la paranoia, de cosas que me pasaron, y que solo lo pueden hacer aquellos acuciosos personajes muy informados, y qué seguro me tacharían de mentiroso, pero a lo que voy es a otra cosa. El papel de la sugestión. El papel de los lavados de cerebro, de la amenaza sicológica permanente, que es tal vez el más sucio de los trabajos por que en en ese complot los conspiradores parecen de Estado, se confunden con personajes malevos, y así se termina reconociendo que sus trabajos y sus autores son muy conocidos desde antaño; y que lo que han tenido son oscuros negocios por cuenta de una posible herencia en la que el autor nunca estuvo interesado, o desconoció; pero que estos bellos personajes, como si fueran mesiánicos, terminan por ser unos dioses de carnes y huesos. En esos trabajos: O se termina muerto, o loco. No tienen compasión. Seguramente por eso Rasputín influyó mucho en la nobleza Rusa, por eso Hitler con su demencial manera de realizar la sublimización de las mentes de los que pertenecieron al imperio Austro Húngaro, a todos los de origen Alemán; seguramente por eso en aquellas mentalidades como las que nos narra Fellini en sus películas, y basadas en el Dante o Bocaccio; o la de los imaginarios de Hitchcock pareciera que casi lograran su cometido siniestro. En el arte de enloquecer como en las mentalidades de los Maquiavelos, todo vale.

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