Unas ricas empanadas (Parte 4)

En Bogotá en la década de los setenta era muy común ver esta imagen. Eran niños que desde muy tempranas horas de las mañanas frías y grises de la sábana  recogían en burros los desperdicios de las comidas de los restaurantes del día anterior a contrato, para llevar la comida a los marranos que probablemente tenían los comerciantes de este tipo de negocios en las laderas del barrio Egipto, el Guavio o cualquier otro  de  los que hoy sabemos que existieron en  los cerros orientales que ahora están surcados por una avenida que va de sur a norte, y que pasa por otra carretera que lo lleva a uno hacia un pueblo cercano que se llama la Calera, o Guasca, y otras poblaciones cercanas.  Los veía desde tempranas horas recogiendo las lavazas, e incluso en otros horarios no recomendados por que su olor podría alejar a los comensales que desde muy tempranas horas llegaban a desayunar o a almorzar en una ciudad que parecía no dormir, porque así como habían comercios que cerraban al llegar la noche, otros abrían  hasta despuntar el nuevo día.
Hacían o hacen parte del paisaje de una ciudad que en medio de las avenidas, sus dueños los llevaban en medio de las avenidas atestadas de carros, en una metrópoli  adonde el día se nos hacía(se nos hace corto) por el trajinar de una ciudadanía que no daba abasto en sus quehaceres. Los burros y la mulas eran la fuente de estos comerciantes que desde los restaurantes, iban y venían como si este fuera un negocio próspero donde también las porquerizas existían en esas laderas frías e incluso  la crianza de otros animales como ganado vacuno, hoy han cedido a las construcciones de lo que antes eran fincas, o fábricas de ladrillos, que no se comparan con lo que el desarrollo de esta ciudad ha exigido a muchos de estos antiguos propietarios a abandonar sus oficios, a vender sus casas al Estado, para que se construyan lo que hoy existe como terminales del transmilenio, y que nos hacen creer que esa ciudad antigua se sumergió en los sueños de un pasado muy remoto.
El griterío de los voceadores de prensa, el amplio espectro de los vendedores ambulantes que en San Victorino así como muchos prosperaron, otros cayeron en las redes del vicio de la droga o de la desocupación, mientras las ventas de zapatos y comidas pululaban en aquellas casetas donde el comercio florecía día y noche, mientras estos recogedores de desperdicios en su gran mayoría en pleno centro de esta ciudad parecían provenir de los cerros orientales, donde algunas de las universidades más famosas solo hacían parte de un paisaje que ahora ya no se nos parece en nada al que vengo describiendo.
Aunque durante algunos años yo fui cliente asiduo de aquel restaurante, y con otros podíamos constatar que allí llegaban los encargados de recoger la contrata de las lavazas, se nos hacía extraño. Al fin y al cabo salía mucha comida. La administradora nos creó la duda y la sospecha, como cuando la envidia infesta en aquellos personajes que no están ganando nada porque hay otros comerciantes que prosperan, y éstos no pueden hacer realidad sus sueños; y por esa razón se inventan una historia que puede llevar a muchos a la quiebra económica.  Y sin embargo aquella idea , de que  no todos los desperdicios salían, sino que se quedaban allí dentro de aquellas ricas empanadas que nosotros consumimos durante mucho tiempo, y ésto dicho por una de las muchas administradoras que tuvo el comerciante que digo, que tenía negocios de cantinas y de amanecederos en pleno centro de la ciudad,  nos sugestionaron.
las empleadas de hoy, tal vez ya no estarían mañana, porque su dueño a su arbitrio las cambiaba, y podía ser también un desquite de una administradora que durante muchos años soportó su labor, porque además de tener que manejar aquel negocio vociferando contra sus mismas compañeras de trabajo, también tenía que lidiar con aquellos clientes que con sus argucias querían no solo triunfar en las lides de las apuestas en el ajedrez, sino de pronto engañar a las meseras que eran sus subalternas que tenían que responder por la base que les daban. Un negocio adonde afluía mucha clientela desde las seis de la mañana hasta la madrugada del otro día.
Y como nosotros parecíamos ser los más educados, más de una empleada nos siguió contando aquella historia, tanto, que ya no era preferible ni almorzar porque de pronto podía uno estarse comiendo el sobrado de otros, y así de esta forma podría muy bien este negocio haber florecido.
Nos quedaba la duda. Pero para estar más seguros, por lo menos nunca volvimos a almorzar, muy a pesar que los comensales que iban desde doctores en leyes o galenos, o empleados del comercio o del estado del pleno centro de la ciudad, joyeros o esmeralderos, estaban ahí todos los días consumiendo sus almuerzos, y deleitándose con las ricas empanadas que en su tiempo fueron famosas. Nosotros, perdimos aquella vocación. Y claro…
Uno no sabe si ésto fuera cierto, o simplemente la manera como aquellas empleadas por el maltrato a que eran sometidas por el dueño del negocio, o porque su inestabilidad y la poca monta de sus salarios,  lo hicieron de mala fe para desquitarse.
Nunca más las volvimos a probar. Y yo tengo la impresión que ahora, sí existe, es otro negocio muy diferente al que conocimos durante esos años.

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