Mis días en un hospital


Tal vez esta foto bajada por Internet sea la más adecuada para poder contar una historia porque se parece a esos pasillos largos que ahora están desocupados del Hospital de La Hortúa  en pleno centro de Bogotá, donde muchos de sus empleados no sé si ahora vivan con sus familias allí. Yo le tenía pánico para ir a un hospital de visita. Aunque estuve varias veces, nunca me han gustado. Los dos o tres meses que estuve allí, no solo fueron una especie de tortura sicológica al sentirme como encarcelado por cuenta de unos médicos y unas enfermeras que no lo dejaban a uno ni caminar.
-Ojo. Cuidado porque tiene la columna vertebral fracturada, decían.
Allá me llevó un hermano medio después que estuve en un estado de shock, convencido que alguien me quería matar. Había durado más de un año escuchando voces, y no quería parar de tomar licor. Una costumbre que duró y ha durado durante muchos años, pero que sin embargo después que leí algunos libros sobre alcoholismo y delirium tremens nunca han concordado mis experiencias y mis vivencias con lo que estos dicen. Era como si me hubieran drogado en los sitios que frecuentaba en el barrio La Fragua y el Vergel. Un contrato que tenía con el Bienestar Social Distrito no lo podía continuar porque a los ayudantes que conseguí para instalar unas rejas, siempre les faltaba dinero, y además habían comenzado a colocar rejas en otros sitios que no estaban estipulados dentro del contrato que tenía con dicha institución. Mis problemas en la casa ejercían cierto grado de influencia en mi personalidad, y yo ya había decido andar solo durante muchísimos años, porque me sentía mal. No había modo de evitar que estos personajes se quisieran quedar con todo el producido.
Era más que un laberinto en el que fui perdiendo la razón, y ya no podía concentrarme. Los nervios estaban tan alterados, que por eso creo que alguna sustancia sicótica me echaron en los día anteriores cuando quise arrojarme a un carro en la décima con once, para provocar el escándalo de que todo mundo se diera cuenta. Lo hice en las propias instalaciones de aquel ente estatal que queda muy cerca del Capitolio. También había andado por esos días en el propio Capitolio y en el ministerio de Relaciones Exteriores aduciendo que alguien me quería matar, y que me ayudaran; pero nadie puso cuidado.
En la casa ya no podía dormir, y le había cogido temor para llegar, pues unos vecinos que entre otras cosas, uno de ellos era pensionado del D.A.S., y hubo otro que me agredió delante de mi mamá aduciendo que era un atarbán y sin siquiera conocerlo. Aunque no recuerdo que lo hubiera hecho, aunque existieron instantes en que traté de perder la memoria y la razón,  estoy convencido que estaban creando el pánico, un miedo que lo siguieron forjando mediante provocaciones y aparentes seguimientos que ya me habían hecho muy joven, y que después que salí del Hospital, con un chaleco que tuve que usar durante más de un año en el barrio Santander, en el Centenario, en el Quiroga, y en muchas otras parte de Bogotá durante todo el tiempo que seguí viviendo allí, siempre había alguien que quería desestabilizarme sicológicamente mediante amenazas. Hubo limosneros y gamines que parecían ahuchados por otros que desconocía. Aunque aquí, cuando me hicieron abandonar la casa hace como diez años, solo en algunos sectores me salieron especie de provocadores pero decentes en cierta medida. Solo cuando abandoné la casa  definitivamente comenzó la función, de manera diligente y bien organizada en las calles, pues gentes que ni siquiera conocía o distinguía, también quisieron participar, e incluso hasta unos amigos de vieja data, pareciera que también querían hacer lo mismo. Esa burla inclemente y sarcástica, ese ánimo de rebajar moralmente a una persona, y ese sainete donde le salen todos los pelambres de barrio, como si con eso se fueran a conseguir algo, lo dejan a uno mentalmente alterado. De eso se ha tratado.
Mi llegada a aquel hospital hizo que dejara el contrato que tenía con el Estado en la mitad del camino. Pero el daño estaba hecho. Después de salir enfermo y botando babaza por la medicina que tomaba, tuve que continuarlo en medio de una zozobra permanente porque al tener que cambiar el apartamento de la Fragua que era parte de una herencia por una casa en Bella Vista, a los 20 días tuve que abandonarla porque casi me matan llegando a ella. Estaba demasiado ido de mí mismo, escuchaba voces, y durante la última noche antes de llegar al hospital había andado por esas calles oscuras y frías bogotanas, a donde quise llegar a pie hasta Paloquemado adonde quedan los juzgados penales, y sin dormir durante más de 48 horas había estado donde una tía hermana de mi papá, y en el que uno de los vigilantes me había sacado a empellones, pues hacía pocos días uno de los hermanos medios había tenido que ir a sacarme de allí, y no había manera que yo recuperara la cordura. Solo la recuperé después que salí del hospital en medio de toda una encerrona de sapos y malandros que quisieron mediante la intimidación impedir que recobrara la razón.
Y así fue como finiquité con otro aquel contrato estatal, para continuar con otras series de pesadillas que me han venido pasando durante todos estos años, hasta llegar aquí desde donde escribo, 
Aquel hospital sería otra pesadilla. Nunca había estado hospitalizado, y además pretendían dejarme adonde quedan a los enfermos mentales de dicha institución, que bien vale la pena contarla.

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