Mis días en un hospital 3
Llegar a un hospital es cosa terrible. Uno se muere del solo susto por el
solo hecho de tener que estar ahí. Y sin embargo, cuando un hermano medio me
llevó al hospital de la Hortúa, después de haberme arrojado desde el segundo
piso del Bienestar Social del Distrito, ya que no podía soportar las voces que
escuchaba ni sostenerme en pie pues había andado toda la noche anterior por
esas calles de Bogotá adonde alcancé a llegar hasta los Juzgados de
Paloquemado, porque como había cursado 4 años de derecho en la universidad
Libre de Bogotá mi instinto decía que tenía que ir a denunciar el estado mental
que me encontraba por cuenta de otros. Estaba loco, y con miedo. Me
habían intentado matar. Y mis nervios hacían que delirara. Nadie me había
puesto cuidado, y al robarme y/o cambiarme el talonario de una cuenta que tenía
en;tuve que suspender el licor
abruptamente, mientras mis acuciosos perseguidores me hablaban en los oidos
cuando me veían, me amenazaban en las calles, y ya me había intentado arrojar a
un carro en la avenida décima con once mientras un desconocido lo
impidió. Me salvó la vida. El día anterior había comprado un cuchillo
para defenderme contra mis perseguidores que salían por montones, y además
intuía que todo el que me mirara me quería matar. Sentía pánico, y mi corazón
agitado pudo en algún momento fallar. En una de esas noches en el barrio San
Antonio, sentí en la casa cuando dormía al lado de mis familiares algo extraño,
como si tuviera una piedra en el cerebro. Había roto los vidrios del
apartamento, pues suponía que por las ventanas se iban a meter los que me
estaban hostigando en las calles. Había colocado cajas de cartón y llenas del
trasteo que había y los había colocado en hilera con todos los corotos que
tenía amontonados en ellas al frente de las ventanas que daban a la calle, pues
acaba de venirme de otro apartamento en un segundo piso alquilado en el barrio
el Quiroga al sur de Bogotá, pues curiosamente debajo de éste durante esas
largas noches de insomnio, oía cómo charlaban los ladrones que se apostaban a
fumar vicio y a esperar a los transeúntes que a esas horas se aventuraran a
pasar por el sector. Venía desde el barrio Bellavista. Una casa que había
permutado por el apartamento que mi papá me había dado por herencia en La
Fragua, y que según supe después por una tía hermana de éste, estaba muy
contento con el negocio hecho. Yo en cambio había sido sometido en las calles a
toda una serie de complots en los que siempre estuvo peligrando mi vida, pero
lo que más me desequilibró fue el intento de asesinato que viví en ese
Barrio. Había permutado el apartamento de la Fragua por una casa a un tal
Aldana que trabajaba en la brigada que va por la carretera rumbo a
Villavicencio. La casa estaba destartalada, y éste me dió como bonificación
14.000.000 de pesos. Como a los 15 o 20 días al llegar a ella, en una de
esas noches, como a las 8 P.M. por la ruta del puente que queda en la carretera
que lo lleva a uno al barrio Alfonso López, fui atracado por tres muchachos. Me
estaban esperando como si me conocieran y supieran a lo que iban. Estaban
andrajosos como los que se disfrazan para hacer sus fechorías . El frío de aquella
cordillera se parecía a la que nos describe Hernan Hess en “El lobo estepario”,
donde Damián -el personaje de la novela- hace que creamos en esos vientos de
las estepas rusas que hacen que a uno se le amoraten las extremidades, y los
vientos que son tan fuertes en esas largas noches invernales pueden hacer que
uno oiga cómo cimbran entre los árboles y la oquedad de aquellas estepas al
lobo que aúlla. Aquí no había hielo, pero si retumbaba contra las paredes
de las casas, mientras la neblina era casi que permanente en aquellos
días.
Trataron de llevarme a rastras hasta un caño debajo de aquel puente
solitario, pero yo se los impedí. Al no lograrlo me rompieron la cara,
mientras uno de ellos apuntaba con su revólver. Los dos que me jalaban le gritaban
que disparará. Solo pude distinguirr el temor del otro para disparar. Como
todavía estaba temprano y las luces se veían en la calles después de estrujarme
se llevaron algunos pocos miles de pesos que llevaba en en el bolsillo de la
camisa. Y en medio de las sombras de la noche desaparecieron.
Ese temor aumentó en mi e hizo que siguiera
deambulando con la familia y mi trasteo hasta llegar a conseguir el apartamento
en el barrio San Antonio. El vecino de la casa que tuve que abandonar y que
acababa de permutar, era un policía ya mayor que siempre dejaba su revólver a
plena vista como para que lo viera, y a los pocos días de vivir allí comenzó a
decirme que yo tenía una tubería rota que le inundaba su casa. Tuve que
abandonarla.
En esa situación estaba cuando me arrojé en aquella entidad oficial que digo, y a donde tenía unos contratos con el Estado. Así había llegado a aquel hospital. Mi medio hermano había llegado en una camioneta blanca y me había echado en el capó, mientras dos agentes nos escoltaban como si yo fuera para el infierno. Algunos días antes había hecho lo mismo después de haberme sacado del apartamento de la tía hermana de mí papá, y al no lograr que quedara hospitalizado en el hospital San Rafael que queda cerca a Ciudad Jardín del Sur, después que dos agentes en su radio patrulla fueron a ver qué pasaba con la rompezón de vidrios que hice en la ventana del apartamento adonde me mudé por último. Las voces amenazantes eran como si fueran impuestas, o yo las escuchaba claramente de unos agentes del orden que me amenazaban insistentemente. Eran delirios. Pero con los años y mis conocimientos sobre las frecuencias que se transmiten a uno le queda esa sensación de un extraño montaje. Son esos trabajos los que vengo elucubrando porque mediante éstos uno puede resultar muerto. Yo en cambio en aquel hospital comenzaría a vivir otro infierno, no tanto claro está, como el que me esperaba en La casa embrujadaunos pocos años más tarde. Escuchaba voces, unas voces que iban y venían dentro de mi cerebro.
Había visto como mi hermano medio le daba unos billetes a un enfermero o médico, no sé, pero cuando desde su celular o un teléfono que había allí, llamó a mi papá al almacén que este tenía, y sus voces retronaban en mi cerebro. Se parecían a los truenos en esas noches de Damián que nos describe Hernan Hess en El lobo estepario. O tal vez muy parecido a los que se oían en los mares por los dioses que deambulaban en esos laberintos insondables, y que los griegos y los romanos nos los describieron. Yo estaba demasiado loco.
Había escuchado cuando llamé a un familiar en Ibagué, su voz miedosa. Había arrojado unos frascos con perfumes a la calle a la media noche en San Victorino, y en una de esas casetas los pocos que quedaron los intercambié a un vendedor de licor y tinto en una de aquellas casetas improvisadas en la avenida Jiménez en en pleno San Victorino .
La voz del hermano también era aterradora.
-¿Si oye papá? Le decía a éste por el teléfono.
Yo le gritaba al médico que me matara. Pensaba que mis hijos y familiares cercanos los habían matado. No quería vivir.
Después de unas cuantas horas de haber perdido mi sentido, al ser aplicada una inyección en alguna parte del estómago, o no sé donde, volví a despertarme convencido que estaba en otro mundo.
En esa situación estaba cuando me arrojé en aquella entidad oficial que digo, y a donde tenía unos contratos con el Estado. Así había llegado a aquel hospital. Mi medio hermano había llegado en una camioneta blanca y me había echado en el capó, mientras dos agentes nos escoltaban como si yo fuera para el infierno. Algunos días antes había hecho lo mismo después de haberme sacado del apartamento de la tía hermana de mí papá, y al no lograr que quedara hospitalizado en el hospital San Rafael que queda cerca a Ciudad Jardín del Sur, después que dos agentes en su radio patrulla fueron a ver qué pasaba con la rompezón de vidrios que hice en la ventana del apartamento adonde me mudé por último. Las voces amenazantes eran como si fueran impuestas, o yo las escuchaba claramente de unos agentes del orden que me amenazaban insistentemente. Eran delirios. Pero con los años y mis conocimientos sobre las frecuencias que se transmiten a uno le queda esa sensación de un extraño montaje. Son esos trabajos los que vengo elucubrando porque mediante éstos uno puede resultar muerto. Yo en cambio en aquel hospital comenzaría a vivir otro infierno, no tanto claro está, como el que me esperaba en La casa embrujadaunos pocos años más tarde. Escuchaba voces, unas voces que iban y venían dentro de mi cerebro.
Había visto como mi hermano medio le daba unos billetes a un enfermero o médico, no sé, pero cuando desde su celular o un teléfono que había allí, llamó a mi papá al almacén que este tenía, y sus voces retronaban en mi cerebro. Se parecían a los truenos en esas noches de Damián que nos describe Hernan Hess en El lobo estepario. O tal vez muy parecido a los que se oían en los mares por los dioses que deambulaban en esos laberintos insondables, y que los griegos y los romanos nos los describieron. Yo estaba demasiado loco.
Había escuchado cuando llamé a un familiar en Ibagué, su voz miedosa. Había arrojado unos frascos con perfumes a la calle a la media noche en San Victorino, y en una de esas casetas los pocos que quedaron los intercambié a un vendedor de licor y tinto en una de aquellas casetas improvisadas en la avenida Jiménez en en pleno San Victorino .
La voz del hermano también era aterradora.
-¿Si oye papá? Le decía a éste por el teléfono.
Yo le gritaba al médico que me matara. Pensaba que mis hijos y familiares cercanos los habían matado. No quería vivir.
Después de unas cuantas horas de haber perdido mi sentido, al ser aplicada una inyección en alguna parte del estómago, o no sé donde, volví a despertarme convencido que estaba en otro mundo.
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