Mis días en un hospital 5


deautista | Sábado, 14 de enero de 2012 | |

Cuando llegué al hospital que digo, estaba completamente loco. Si hubiera sido delincuente podría haber matado a cualquiera. Pero no, soy incapaz de matar a una mosca. Los que me conocen saben que amo la vida hasta las de las arañitas que pululan a diario en nuestras viviendas. Sin embargo el día anterior me había armado con un cuchillo que compré en San Victorino a uno de esos vendedores ambulantes que por allí andaban. Ya había roto los vidrios en el apartamento en donde vivía en el barrio San Antonio. Venía perseguido por toda una horda de delincuentes que querían saciarse con todo. En el Lago Timiza, los hijos de unos policías habían briboneado y estaban colocando rejas adonde no estaba estipulado, y ya otros me habían intentado matar. En Bella Vista aquel policía vecino me contaba que los que me intentaron matar en una de esas pocas noches que pernocté en aquella casa destartalada que me permutó Aldana (un pensionado de la brigada que queda cerca de la Picota) por el apartamento que había recibido por herencia de parte de mi papá en vida, me contaba quiénes habían sido. Como si los conociera.
-Son tres.Y hay uno que se disfraza, porque es mujer.
Se parecían a uno de esos cuentos que escribí en “Crónicas Gendarmes” y que por las amenazas el autor todavía no ha terminado de publicar.
-¡Dispárele! Le gritaban a uno que me apuntaba con su revólver en medio de aquella noche.
No era la noche de “El Lobo Estepario” de Hernan Hess, pues estaba muy temprano, y éstos quisieron llevarme a una parte solitaria debajo del puente que dije antes, yendo para el barrio Alfonso López.
-¿Quién sería el que no se atrevió a dispararme en medio de la furrusca, ya que yo traté de impedírselo?
¿Sería la disfrazada de hombre? No sé. Años más tarde en “La casa embrujada” una loquita que siempre me esperaba por esas calles, mientras que muchos se burlaban. E incluso en una ocasión me amenazó con la policía. En este mundo de esquizofrénicos todo puede suceder. Pero después en uno de esos ires y venires de la vida, supe que vivía en una de las casas del vecino que le vendió la casa a una tía. Y la vi abriendo la puerta de la entrada con sus propias llaves.


Incluso en otras de esas noches como de locura, unos motorizados habían aparecido y me habían seguido, mientras en sus brazos ostentaban insignias de los que son alguna autoridad judicial, y así fue que tuve que irme por otros senderos, hasta que la abandoné definitivamente. Tuve que irme a vivir para el Quiroga, casi cerca de la entrada que hay por la avenida caracas al barrio de Las Colinas en el sur de Bogotá.
Lo había conocido desde muy joven, pues este era por su origen un barrio de invasión, y allí tuve un cliente que durante años me compró mercancías de mi papá, y las mías con cheques post-fechados. Cerca también de un señor que fue lotero en Ibagué y que terminó pensionado por uno de estos organismos policiales que vengo diciendo. Pero no se trata de ésto, porque sería paranoia. Simplemente el poder del dinero, parecía que hubiera despertado todo un festín en donde todos querían conseguirse lo suyo. Yo quería respirar en paz, y como la noche anterior al llamar a Ibagué por teléfono a unos familiares, la única respuesta que recibí por el audífono no fue más que las voces angustiosas de mi mamá pidiendo auxilio, mientras me informaba que los hijos ya estaban muertos.
Al tratar de comunicarme con mi casa en el barrio San Antonio, el teléfono estaba muerto. Un exdetective pensionado del D.A.S., y que no sé porque me conocía, se burlaba de mí. Su hijo que tenía una niña estudiando en una escuela cercana cada rato me salía, mientras un amigo suyo me abofeteó en plena cara aduciendo que yo lo había madreado. Me daba temor llegar a la casa. Era el mismo trabajo sicológico que siempre han usado conmigo. El temor de cuando me levantaron en “La casa Embrujada” una noche que llegué tarde por unos hombres que parecían ser unos vecinos, y que se hacían los locos aduciendo que no me conocían en aquellos años que trabaje con el Distrito Especial de Bogotá como profesor, y que curiosamente otro profesor que se decía del sindicato había organizado un extraño complot burlesco en el mismo establecimiento adonde laboraba en Villa Gladys, de Fontibón. En otros trabajos que realicé como vendedor mayorista de ropa, me habían bloqueado y habían entregado mis ganancias a otro vendedor, mientras un policía había aparecido en mi casa diciendo que iba de parte del dueño del negocio, porque yo me quería quedar con las muestras, cuando en realidad ya se las había entregado. Parece que se parecía a lo que antes me había dado a entender doña Lilí en Venezuela: “Yo era un ladronzuelo, y no me había dado cuenta de ello”.
Todas estas historias se agolparon en mi cerebro, y después de haberme arrojado donde tenía el contrato, en El Bienestar Social del Distrito en la calle once en pleno San Victorino, y cerca del Capitolio, había sido llevado por mi medio hermano, al hospital de La Hortúa adonde durante más de dos meses luché para poderme evadir. Me tenían como preso, y además no podía andar. No me dejaban. Mantenía en una silla de ruedas cuando podía. Y después de recuperarme del shok con que me llevaron, en una de esas sillas de ruedas, en aquellos pasillos, los fantasmas de otras vidas pretendieron salir. Escuchaba voces y veía imágenes. Fue una extraña pesadilla, mientras yo estaba despierto. Sufría supuestamente del delirium tremens, y como para completar sabiéndolo mis perseguidores, querían hacerme matar mediante sustos, disfrazados de enfermeras y galenos como de otros que se aparecieron a hacer su vulgar labor.
Lloraba, lloraba y estaba como si fuera un niño.

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